El Código Penal es la principal ley que determina qué conductas son delitos. Es decir, define qué acciones deben recibir un castigo como consecuencia. Esta ley es sancionada por el Congreso de la Nación, y se aplica en todo el país. Por otra parte, el Código Procesal Penal es la ley que determina cómo será la investigación y el juicio de esos delitos. Cada provincia tiene la facultad de legislar esto, por lo cual en nuestro país encontraremos muchos Códigos Procesales Penales distintos, algunos más modernos y otros más antiguos.
Sumado a eso, hay ciertos delitos que por su naturaleza y su complejidad se consideran “federales”: narcotráfico, trata de personas, corrupción, entre otros. Estos delitos no son perseguidos por la justicia de alguna provincia en particular, sino por una justicia penal que es federal y que se extiende por todo el país. En la Ciudad de Buenos Aires, cada vez que se habla de “Comodoro Py”, se está haciendo referencia a estos jueces y fiscales.
La forma de funcionar de esta justicia federal está determinada por el Código Procesal Penal de la Nación. Ésta es la ley cuya reforma se está debatiendo en estos días en el Congreso, y de esto hablamos cuando nos referimos a la reforma procesal penal federal.
¿Por qué es necesario reformar el Código Procesal Penal de la Nación?
La necesidad de reformar los sistemas de justicia penal es reconocida de manera casi unánime. La experiencia de la mayoría de las provincias argentinas y de los países latinoamericanos demuestra que todos llegaron a la misma conclusión: sus códigos procesales generaban un estado de injusticia tan evidente que requerían modificaciones estructurales.
Esta injusticia se manifiesta de dos formas básicas: una falta de eficacia para investigar y perseguir los delitos –sobre todo los complejos–, y una falta de respeto por los derechos y garantías constitucionales de las personas. Por eso es que en nuestro país existe un amplio consenso sobre lo esencial que resulta el paso a un sistema de los que se denominan “acusatorios” y “adversariales” (por oposición a un sistema “inquisitivo” o “mixto”, como el que tenemos hoy). Prácticamente la totalidad de los partidos políticos y sectores sociales coinciden en esto.
El proyecto presentado por el Poder Ejecutivo se enmarca en esta línea de ideas. Es una propuesta sumamente positiva, que busca generar un modelo mucho más acorde a lo que prevé la Constitución. Además, el debate desarrollado durante estas semanas en el Senado ha permitido corregir varios artículos cuya redacción traía algunos problemas.
Problema de falta de eficacia
Frente a algunos delitos, la ineficacia de la Justicia se vuelve mucho más evidente y grave. Así ocurre en casos de corrupción y delitos económicos, narcotráfico, trata de personas, etc. Las causas duran una cantidad desmedida de años, y en muy pocos casos se llega a resultados satisfactorios: las condenas no son usuales, y aún más excepcionales son aquellos casos en los que se recupera el dinero robado a la sociedad. La reforma procesal penal apunta a corregir problemas de raíz en estos temas.
La falta de transparencia que existe actualmente en la actuación de la Justicia resulta funcional a los pésimos resultados. La idea de que la sociedad pueda saber cómo están trabajando sus jueces y fiscales no es algo menor, sino que es la forma de hacer efectivo el control popular de los actos de gobierno que establece la Constitución.
Problemas de no respeto de las garantías constitucionales
Sumado a lo anterior, la Justicia tiene un serio problema de falta de respeto de las garantías y derechos de las personas involucradas –sean los investigados o las víctimas. Esto se ve con mucha claridad cuando los acusados provienen de los sectores sociales más pobres. Se sabe que no es casual que ellos sean los únicos que llenan las cárceles, en condiciones inhumanas de detención. Como si esto no fuera lo suficientemente preocupante, se suma otro problema: amplios sectores de la sociedad reaccionan apoyando –y exigiendo– estos comportamientos ilegales por parte de policías, jueces y fiscales, sin entender que en realidad son sumamente perjudiciales para todos.
Una de las modificaciones esenciales para garantizar un mayor respeto por las garantías es la división de roles entre el juez y el fiscal. No se trata de dar “mayor poder a los fiscales”, sino de cumplir con lo que establece la Constitución. Una idea básica de imparcialidad exige que quien proponga allanar un domicilio no sea la misma persona encargada de controlar si ese allanamiento es justo o no. La función de investigar no puede estar en cabeza de la misma persona encargada de controlar esa investigación. Para esto, debe eliminarse la figura del “juez de instrucción”, que muy poco tiene de democrática, para pasar a tener “jueces de garantías”, que se limiten a la tarea de controlar la investigación realizada por el fiscal y juzgar.
Además, se pretende reemplazar a los viejos expedientes repletos de hojas por audiencias públicas donde todos nos veamos las caras. Esto no solo va a mejorar el desempeño de la Justicia, sino que además va a permitir una defensa mucho más fuerte de los derechos y garantías.
Con un importante consenso sobre la necesidad de rediseñar un sistema de justicia penal que hoy resulta intolerablemente injusto, ya es hora de lograr la reforma que se viene demorando desde hace décadas.