Prólogo del libro Polos: Injusticias ambientales e industralización petrolera en Argentina del Observatorio Petrolero Sur.

La caída en los niveles de extracción de hidrocarburos inicialmente fue saldada en Argentina con el aumento de las importaciones para asegurar la provisión de energía. Dado que esta vía repercutió negativamente en la frágil balanza comercial, desde 2012 el gobierno nacional apunta a incrementar la extracción de hidrocarburos mediante el desarrollo masivo de yacimientos no convencionales, offshore y recuperación terciaria, con el objetivo de garantizar el autoabastecimiento y generar saldos exportables.

A lo largo de este proceso, poco se ha discutido sobre la industrialización de los hidrocarburos, que llegó a los diarios de circulación nacional casi accidentalmente tras el incendio en la refinería de Ensenada en 2013. Por aquel entonces, YPF anunció una inversión de US$ 800 millones para recuperar las instalaciones dañadas y ratificó la construcción de una nueva planta de carbón de coque para aumentar la producción (Página/12, 22/07/2013). En tanto, pocos meses después, la compañía Axion, subsidiaria de Pan American Energy, también informó sobre un millonario plan de obras que le permitiría aumentar el procesamiento de crudos pesados en la refinería que posee en la localidad de Campana, provincia de Buenos Aires (El Inversor, 07/10/2013). Más recientemente, a mediados de 2015, el gerente general de YPF, Miguel Galuccio, pronosticó que se necesitará un nuevo complejo refinador para 2025: “Es posible que pronto avancemos con un estudio de factibilidad para evaluar ese desafío”, anticipó (Petroquímica, 01/07/2015). Sin embargo, y nuevamente salvo la excepcionalidad del incendio en el complejo industrial YPF, en los escasos abordajes ningún funcionario, ejecutivo o periodista contempló la permanente exposición al riesgo de las poblaciones aledañas a refinerías y polos petroquímicos, ni tuvo en cuenta las denuncias sobre contaminación.

Las ocho grandes refinerías (que concentran el 98% de la capacidad instalada del país1) se encuentran en zonas urbanas o próximas a ellas; y en no pocos casos, quienes viven en los alrededores aseguran que la cercanía deteriora gravemente su calidad de vida. La falta de información veraz y de acceso a la documentación oficial se convierte en un problema tan serio como los riesgos tóxicos a los que están expuestos. Como demuestran los trabajos reunidos en esta publicación, no existe una firme política de control, las instancias de fiscalización no son efectivas y no se han desarrollado programas permanentes de evaluación socio-sanitaria. Estas carencias impiden un conocimiento profundo de lo que sucede, dificultan la generación de demandas para revertir la situación, invisibilizan el problema, obturan los debates públicos (tanto sobre la necesidad de otra planificación territorial como de políticas de control industrial y también la búsqueda de alternativas a la matriz energética existente), y restringen las discusiones, en el mejor de los casos, a las intervenciones de especialistas contratados por las plantas industriales.

Ante este sombrío panorama, y contrariamente a lo que establece el principio precautorio asumido por la legislación nacional2, cuando quienes viven en las inmediaciones de las plantas intentan cuestionar el accionar industrial, deben demostrar el daño ocasionado. Es el caso de la población de Ingeniero White, en Bahía Blanca, que realizó un inédito censo socio-sanitario para poder evaluar el impacto del polo petroquímico. En la línea de generar nuestro propio conocimiento para enfrentar estas situaciones surgió Polos, como resultado del esfuerzo de activistas, investigadores e investigadoras, comunicadores y comunicadoras, que viven en las cercanías de cinco refinerías y polos petroquímicos del país.

El Colectivo Tinta Verde fue el responsable de analizar la situación de la refinería de YPF y el polo petroquímico ubicado en Ensenada y Berisso, en las afueras de la ciudad de La Plata, Buenos Aires. En segundo lugar, Fernando Cabrera Christiansen, investigador del Observatorio Petrolero Sur, desarrolla el caso del complejo industrial perteneciente a YPF en Plaza Huincul, Neuquén. El presidente de OIKOS Red Ambiental, Eduardo Sosa, tuvo a su cargo el tercer capítulo, en el que analiza minuciosamente los expedientes de los incidentes ambientales y sus remediaciones en la refinería de YPF en Luján de Cuyo, Mendoza. Luego, Mariela Dobal, periodista de FM De la Calle, de Bahía Blanca, expone el caso del polo petroquímico ubicado en la localidad de Ingeniero White y la refinería de Petrobras de Loma Paraguaya. Por último, Cecilia Bianco, coordinadora del Área Tóxicos de Taller Ecologista, fue la encargada de analizar los impactos de la refinería y la planta fluvial del Grupo Indalo, ubicados en San Lorenzo, Santa Fe.

Como decíamos, esta publicación aspira a ser un aporte a ese movimiento de generación de información fidedigna, que pretende mensurar la implicancia de estas instalaciones en la vida de su comunidad, barrio, ciudad. En ese sentido, busca ofrecer una mirada global de las problemáticas socioambientales vinculadas a la industrialización de los hidrocarburos en Argentina; lo hace desde el paradigma de justicia ambiental, en un intento de enunciar y explorar las preguntas que surgen de quienes viven en las cercanías de las plantas; las que son fruto de la lectura atenta de los informes de remediación ambiental, y, finalmente, las que resultan de la ausencia o vacíos de información.

La justicia ambiental, horizonte político y perspectiva analítica

El concepto justicia ambiental surgió en Estados Unidos durante la década de 1980 y fue acuñado por la confluencia de una multiplicidad de actores como los movimientos por los derechos civiles, por la justicia social y económica, obrero y de los trabajadores agrícolas, ecologista, indígena, y también desde el ámbito académico (Arriaga Legarda y Pardo Buendía, 2011). Si bien desde la década del ‘70 se fue desarrollando una extensa bibliografía sobre las desigualdades ambientales en ese país, esos hallazgos fueron más tarde ampliados y complementados por tres investigaciones de referencia que aumentaron la comprensión de lo que la justicia ambiental representa.

El primer estudio, realizado por la Oficina de Auditoría General de los EE.UU. en 1983, fue una de las respuestas a las protestas que se llevaron a cabo el año anterior en el condado de Warren, Carolina del Norte, donde se pretendía instalar un basurero de residuos tóxicos. El objetivo de la investigación fue “determinar la correlación existente entre la ubicación de vertederos de residuos peligrosos y la situación racial y económica de las comunidades residentes circundantes” (US General Accounting Office, 1983: [2]. Las conclusiones determinaron que el 75% de los vertederos de residuos peligrosos estudiados en ocho Estados se encontraban situados, principalmente, en áreas con población mayoritaria afroamericana. A esta investigación le continuó otra realizada por el sociólogo Robert Bullard (1983), quien documentó que 21 de las 25 instalaciones de residuos ubicadas en Houston estaban localizadas en barrios donde la población también era predominantemente afroamericana. La tercera investigación de este tipo fue realizada por Comisión para la Justicia Racial de la Unión de Iglesias Cristianas, en 1987. Fue el primer estudio de alcance nacional y confirmó que el origen étnico era la razón más importante para la ubicación de estas instalaciones; de manera más significativa, incluso, que la condición socioeconómica, el valor de los terrenos y la propiedad de la vivienda.

Hasta entonces el movimiento ecologista estadounidense se había centrado casi con exclusividad en los problemas y demandas de conservación de espacio y especies naturales; incluso las personas eran consideradas peligrosos predadores. Por su parte, el movimiento por los derechos civiles no asumía como propias las demandas conservacionistas y las de quienes se oponían a la contaminación. Posiblemente, el punto de inflexión del movimiento de la justicia ambiental se produjo una década más tarde, en 1991, en la Primera Cumbre Nacional de Liderazgo de Personas de Color en Cuestiones Ambientales, celebrada en Washington. A partir de ese momento, el concepto de justicia ambiental alcanzó reconocimiento en EE.UU. y, más importante aún, se trazaron los 17 Principios de Justicia Ambiental3, que fueron desarrollados como “una guía para la organización” (Bullard, 2005: 21).

A partir de esa instancia, el movimiento de la justicia ambiental busca no sólo asegurar que todos los sectores tengan igual protección contra los riesgos tóxicos en relación a cuestiones de salud y calidad de vida, sino también que todas las personas puedan disfrutar de su derecho a vivir en un ambiente seguro, independientemente de su origen étnico o su nivel de ingresos. La innovación más significativa de este movimiento fue haber transformado el marco del discurso ecologista tradicional, al incorporar el elemento de la justicia social (Arriaga Legarda y Pardo Buendía, 2011).

América Latina y la justicia ambiental

El movimiento por la justicia ambiental (indica Martínez Alier (2004: 31)- poseerá una gran importancia, siempre y cuando exprese no sólo a las minorías dentro de Estados Unidos sino de las mayorías fuera de las fronteras de ese país, teniendo en cuenta que las desigualdades no se establecen en todos lados de manera racializada. El autor entiende necesaria la articulación entre las demandas locales puntuales y los problemas globales. Por eso señala que este movimiento deberá involucrar otros temas como el cambio climático, la biopiratería y bioseguridad.

A nivel regional el horizonte de la justicia ambiental ha tenido un desarrollo desigual. Algunos autores señalan que “continúa siendo un concepto político no plenamente establecido” (Ortega Cerdà, 2011: 23). Si bien en América Latina se han logrado reformas constitucionales concordantes con esta perspectiva, como es el caso de Ecuador y Bolivia, éstas no han tenido un claro correlato empírico. Por otro lado, desde los movimientos populares, hay un sinnúmero de organizaciones que, aunque no se embanderan detrás de la justicia ambiental, sostienen una perspectiva que las emparenta. Identificamos como parte de esta corriente a los movimientos contra megaminería, explotación de hidrocarburos, represas, deforestación y plantaciones forestales, y los conflictos por el uso del agua, entre otros.

Aquí, sin pretensión de exhaustividad, señalaremos algunas particularidades reconocidas al analizar la experiencia de la Red Brasilera de Justicia Ambiental, la más grande institución latinoamericana que activa bajo la consigna que nos ocupa. Ésta reúne a movimientos sociales, sindicatos, trabajadores, organizaciones de la sociedad civil, ecologistas, indígenas e investigadores de universidades. A poco de su nacimiento, en 2001, uno de sus promotores, el profesor Henri Acselrad, sostenía que la articulación respondía a dos motivaciones: por un lado, a la necesidad de una mayor apropiación de las luchas ambientales por parte del movimiento obrero, actor decisivo para obtener cambios sustanciales; y, por otro, a las posibilidades que ofrece la justicia ambiental para vertebrar una resistencia estratégica al principal mecanismo utilizado, en los últimos años, por los capitales globalizados para destruir derechos y deshacer normas ambientales, es decir, su enorme libertad de localizar y deslocalizar sus inversiones en el espacio mundial, que funciona de chantaje para desregular las normas ambientales y laborales (2002).

Más allá de las particularidades, un hilo conceptual vincula aquella concepción germinal de los EE.UU. y esta reformulación brasileña propuesta 25 años después. Pero a diferencia de la experiencia norteamericana, en la conceptualización brasileña aparece la importancia del sector asalariado, junto a la desterritorialización del capital y la desigual posibilidad de negociación entre países y trasnacionales. Esta característica, que afecta tanto la legislación laboral como ambiental, puede ser enfrentada organizándose en torno a la noción de justicia ambiental (Acselrad, 2004).

Más recientemente, el mismo Acselrad, junto a Cecília Campello do A. Mello y Gustavo das Neves Bezerra4, señalaron que injusticia ambiental designa al fenómeno de imposición desproporcionada de riesgos ambientales a las poblaciones menos dotadas de recursos financieros, políticos y educativos. “Como contrapunto, la noción de justicia ambiental fue acuñada para denominar el momento futuro en el cual la dimensión ambiental de la injusticia social sea superada. Esa noción ha sido utilizada sobre todo para constituir una nueva perspectiva que integre las luchas ambientales y las sociales” (2008: 9).

A diferencia del abordaje extendido en EE.UU., la justicia ambiental en la región implica reflexionar más allá de los motivos de la instalación de los proyectos contaminantes. Ya que, a diferencia de aquellos análisis, donde la presencia de población afroamericana, es decir, la pertenencia étnica, era vista como la principal razón de asentamiento de los basureros. En los casos que nos ocupan, fue la cercanía a yacimientos o razones geoestratégicas lo que determinó el lugar de instalación. Es decir, no se ubicaron en zonas ya estigmatizadas, sino que por el contrario, su emplazamiento en algunos casos significó el inicio de un proceso de crecimiento demográfico y dinamización de la actividad económica que entusiasmó a los residentes. Con el transcurso del tiempo, y tras la constatación no sólo del riesgo tóxico sino del deterioro de la salud y el ambiente, es que estas zonas comenzaron a ser percibidas de manera negativa y se expandió la certeza de que muchas de éstas conllevan injustas consecuencias socioambientales. Otro hecho a destacar, en comparación con lo que sucede en otras latitudes, es que las poblaciones afectadas no tienen una misma pertenencia étnica ni socioeconómica; sin embargo, comparten la incertidumbre y el riesgo tóxico, que se presentan como características inherentes a la injusticia ambiental.

En Argentina, la oposición a la instalación de minería a cielo abierto o a la instalación de las pasteras en Fray Bentos, las movilizaciones y debates en torno a la sanción de la ley de protección de bosques nativos o la ley de glaciares, las demandas de los vecinos afectados por la contaminación con agroquímicos, la oposición al fracking o a nuevas represas, entre muchas otras resistencias, pueden ser interpretadas, como parte del movimiento por la justicia ambiental. Un movimiento nutrido por distintas organizaciones en las que prima la lógica de la democracia asamblearia que desarrolla un sinnúmero de vías de intervención.

Justicia ambiental e industrialización hidrocarburífera

Si la contaminación tóxica es “inherentemente incierta” (Edelstein, 2004), ésta se amplifica por un trabajo de confusión, no necesariamente intencional, pero tampoco totalmente involuntario, ocasionado por funcionarios estatales y privados. Pero esa incertidumbre puede entenderse de otra manera. En Inflamable: estudio del sufrimiento ambiental, Javier Auyero y Débora Swistun analizan la vida en Villa Inflamable, un asentamiento de 1800 familias vecino al polo petroquímico de Dock Sud. La investigación señala que mientras que la contaminación del aire, el agua y el suelo se ha incrementado con los años, los habitantes están menos seguros acerca de su extensión y efectos.

No hay ni una población determinada a hacer algo en contra de la agresión tóxica, ni una población completamente acostumbrada a la contaminación: Inflamable está dominada por las dudas, ignorancia, errores y contradicciones que algunas veces se transforman en vacilaciones personales (relacionadas con la “verdadera” extensión de la contaminación), en divisiones (“ellos, los villeros”, son los únicos que están “realmente contaminados”) y, muchas otras, en un interminable tiempo de espera. Los habitantes esperan análisis que “verdaderamente” demuestren los efectos de la contaminación, esperan un “inminente” plan de relocalización estatal, esperan por la compensación que vendrá de un “gran” juicio contra una de las “poderosas compañías” que “nos permitirá mudarnos” (Auyero y Swistun, 2007).

Los autores concluyen que “la espera” es uno de los mecanismos por el que los vecinos “experimentan la sumisión a una realidad dañina que los sobrepasa” (2007: 141). De este modo, la incertidumbre que fundamenta la espera se convierte en una estrategia que les permite a los vecinos continuar viviendo en una situación de permanente contaminación y riesgo. La contaminación, más allá de ser una realidad física, es construida. Así es percibida de diversas maneras también por quienes la sufren. El caso que ellos estudian es la espera. Esa investigación fue una de las que motivó la realización de Polos. Es nuestro deseo que esta producción inicial sume a los esfuerzos en el pasaje de la incierta espera a la organización.

Que la percepción de la contaminación sea una construcción situada explica también las divergencias entre los trabajos aquí reunidos. Pese a nuestra inicial búsqueda de interpretaciones totalizantes, lo casos nos devuelven singularidades. Más allá de la peculiaridad de los procesos relatados, también son diversas las miradas desde donde se los afronta.

En el caso de Luján de Cuyo, por ejemplo, el autor sostiene que es justamente la acción de un sector de la comunidad organizada, con incidencia en los gobiernos locales, el que impulsando una agenda ambiental, posibilita la remediación. De esa manera explica los motivos por los que YPF realizó un buen proceso de remediación allí. En White y Ensenada, sin embargo, la movilización vecinal y las acciones judiciales no han corrido la misma suerte. Sin pretender reducir el análisis de esta diferencia a una causa única, parece necesario preguntarse sobre quiénes son los afectados directos y los disímiles niveles de incidencia de los sectores sociales implicados en cada caso (principalmente bodegueros y viñateros, por un lado, y vecinos de barrios obreros, por otro) con disímiles capacidades de incidencia. Posiblemente, también, la constitución de Mendoza como una provincia que logró desarrollar la producción agrícola pese a sus limitados recursos hídricos, haya impactado en el desarrollo de una cultura del cuidado del agua que gravite también para que sea allí donde se asuman las mejores medidas de remediación. Mientras que en sentido opuesto, la historia petrolera de la región sería uno de los factores que explicaría las dificultades para plantear, en Plaza Huincul y Cutral Co, demandas colectivas que cuestionen esta actividad.

No obstante las particularidades de cada uno, en todos los casos se constataron impactos socioambientales. Sin embargo, incluso cuando fueron organismos oficiales quienes los determinaron, no se avanzó más que en procesos de remediación (que a veces despiertan ciertas dudas) y, en algunos casos, de renovación tecnológica, con la premisa de que la modernización disminuye los daños. Incluso en esos casos no se han realizado estudios sistemáticos sobre las implicancias de la contaminación industrial en la salud. Ante esa ausencia de relevamientos oficiales, el “censo” realizado en White por un grupo de profesionales, junto a muchos vecinos, toma un lugar aún más destacado como ejemplo para reconocer.

A lo largo de todo el libro, los organismos de control son duramente cuestionados por privilegiar los intereses de las compañías antes que la seguridad socioambiental. Únicamente en Luján de Cuyo el órgano de control pareciera cumplir seriamente su rol. En sintonía, las dificultades en el acceso a las fuentes oficiales se constataron en tres de las cinco investigaciones. El trabajoso acceso a la información que poseen los organismos públicos sobre la situación de las plantas dificulta la organización en torno a demandas puntuales y torna poco menos que imposible cualquier tipo de seguimiento o fiscalización social.

Por otra parte, el siempre complicado acceso a la justicia, cuando se logra, no permite que los afectados alcancen sus objetivos. Si la justicia multa a las empresas, la contaminación continúa. Si debe cerrarse alguna planta, se mantiene abierta “por motivos políticos” (como precisó un funcionario en el apartado sobre White). Los fallos favorables, cuando llegan, llegan demasiado tarde. Los implicados no pierden las esperanzas pero el recorrido por los antecedentes abona al pesimismo.

El capítulo de Tinta Verde expone cómo las indemnizaciones judiciales funcionan como “placebo” que busca serenar los ánimos de quienes se vieron afectados por la contaminación. En el artículo relatan cómo la Corte Suprema de la Nación desempolva jurisprudencia para evitar que una empresa que contamina con residuos cancerígenos cierre, como lo había establecido un fallo de Cámara. En tanto, en el caso de San Lorenzo, ante una controversia, los funcionarios municipales decidieron escuchar sólo a los representantes de la refinería, dejando de lado a los vecinos, quienes solicitaban alejar del frente de sus viviendas la traza de un ducto que transporta combustibles. El máximo órgano judicial de la provincia hizo lugar al pedido de los afectados pero esa sentencia se firmó cuando la obra ya se había terminado.

Inmediatamente los vecinos presentaron una acción civil por daño moral y la desvalorización de sus propiedades. La causa avanza lentamente y en el transcurso fallecieron 14 de los 44 demandantes. “Es la causa más larga en la historia de los tribunales de San Lorenzo”, sostiene el abogado de los demandantes. Mientras que en el caso de la refinería de Petrobras en Bahía Blanca un amparo que en 2011 solicitó el cese de la actividad industrial en la refinería, hasta tanto se garantice la seguridad de su funcionamiento, duerme el sueño de los justos (a poco de cumplirse cuatro años de presentado).

Por su parte, un productor de Plaza Huincul cuya hacienda consume agua de un canal en el que la refinería y la planta de metanol tiran efluentes, asegura que los animales se le mueren por la contaminación. Si bien desde hace una década realiza regulares análisis y estudios que ratifican la contaminación, la justicia local archivó su denuncia. El afectado señala que hoy otros productores sufren lo mismo que él pero que para seguir reclamando hay que tener posibilidades económicas que no todos tienen.

El riesgo permanente que ruidos, olores, pérdidas y lluvias (tanto de agua como de hidrocarburos) cotidianamente recuerdan, es enfermizo y es otra de las aristas de la injusticia con la que los vecinos de estos enclaves industriales deben convivir. Sin embargo, no en todos los casos analizados se manifiesta en el vecindario el deseo de mudarse a otro lugar sino más bien la remediación de los impactos y el cambio en las condiciones de producción de las empresas o su traslado.

Realizamos aquí sólo algunos de los cruces posibles en la lectura de los capítulos. Seguramente hay otros, y muy interesantes. Como dijimos, es este un primer paso para entender la etapa de industrialización de los hidrocarburos desde la perspectiva de la justicia ambiental. Las historias que componen este libro colectivo rescatan logros, plantean conflictos y señalan asignaturas pendientes. Es nuestro deseo que estas páginas, con sus densidades, sirvan como una invitación a la acción.

CITAS:

1) En 1998 se registró el pico de extracción petrolera y en 2004, de gas. Los hidrocarburos representan aproximadamente el 85% de las fuentes primarias del país.
2) De las ocho grandes refinerías locales, tres pertenecen a YPF: la de Ensenada, en Buenos Aires (que procesa 189.000 barriles por día –bpd–); la de Luján de Cuyo, en Mendoza (105.500 bpd); y la de Plaza Huincul, en Neuquén (25.000 bpd). Las restantes están a cargo de Shell (en Dock Sud, Buenos Aires, con 100.000 bpd), Axion Energy –ex Esso– (en Campana, Buenos Aires, con 84.500 bpd), Oil (en San Lorenzo, Santa Fe, con 37.600 bpd), Petrobras (en Bahía Blanca, Buenos Aires, con 28.975 bpd) y Refinor (en Campo Durán, Salta, con 32.500 bpd).
3) El principio precautorio se encuentra incluido en la legislación argentina, a través de la Ley 25.675 General del Ambiente, sancionada en 2002. Allí se establece: “Principio precautorio: la ausencia de información o certeza científica no será motivo para la inacción frente a un peligro de daño grave o irreversible en el ambiente, en la salud o en la seguridad pública”
4) Dos son los fundamentos sobre los que se apoya la declaración: el sentido de interdependencia entre las personas, las comunidades y la naturaleza; y la exigencia de que cualquier decisión sobre política ambiental sea expresión de los movimientos ciudadanos y no una imposición gubernamental (Bellver Capella, 1996). Brevemente, los 17 Principios de Justicia Ambiental son los siguientes: 1) Santidad de nuestra madre tierra, la unidad ecológica y la interdependencia de todas las especies; 2) La política pública debe basarse en el respeto mutuo y la justicia; 3) Uso responsable de los recursos en interés de la sostenibilidad; 4) Protección universal contra pruebas nucleares; 5) Derecho de auto-determinación; 6) Cese de producción de toxinas; 7) Justicia de procedimiento; 8) Derecho a vivir y trabajar en un ambiente saludable; 9) Derecho de las víctimas a compensación; 10) Los actos gubernamentales de injusticias ambientales se consideran una violación de las leyes internacionales; 11) Reconoce una relación legal y natural entre los nativos americanos y los Estados Unidos; 12) Derecho a un medio ambiente urbano sano; 13) Implementación estricta de los principios de información y consentimiento; 14) Oposición a las operaciones destructivas producidas por las empresas multinacionales; 15) Oposición a la ocupación militar; 16) Promover entre las generaciones futuras una educación con énfasis en cuestiones sociales y medioambientales; 17) Minimizar el consumo de recursos naturales y la generación de residuos.
5) Existen en varios países de la región una serie de investigaciones enfocadas desde ese paradigma. Más allá de los autores mencionado, vale resaltar a Gabriela Merlinsky (2013b) quien analiza el caso de la cuenca Matanza Riachuelo desde la justicia ambiental. En Chile, en tanto, se ha utilizado la noción de “racismo ambiental” para exponer las acciones empresariales y estatales en territorio mapuche (Seguel 2004).

Bibliografía

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Medios periodísticos

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