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La extrema pobreza y la falta de programas y de políticas públicas inclusivas, generan condiciones que impiden el desarrollo equitativo de sus comunidades. Esta situación se acentúa en aquellos grupos que sufren una desigualdad estructural endémica: las poblaciones campesinas y los pueblos indígenas.

Asistimos a una ausencia del Estado en relación al combate contra la pobreza y la desigualdad. En la mayoría de los países no existe iniciativa de sus gobiernos para la formulación de políticas públicas que busquen revertir la desigualdad y permitan el desarrollo de aquellas comunidades más desfavorecidas.

La estructura de la propiedad de la tierra en América Latina está caracterizada por dos tipos de tenencia: la concentración de la tierra agropecuaria en manos de pocos propietarios y la tierra comunal en manos de comunidades campesinas e indígenas. Un escaso número de propietarios concentran grandes extensiones de terrenos cultivables, dejando a la mayoría de familias locales sin tierra o con terrenos degradados que no permiten su subsistencia.

La mayor parte de los gobiernos latinoamericanos adhieren a la idea de que el Estado no debe oponerse a la iniciativa privada, es por ello que no elaboran herramientas para regular el acceso a la tierra, que tiendan a favorecer a los pobladores rurales.

Ante esta falta de iniciativa, el Estado hace prevalecer el libre juego de las leyes del mercado capitalista, facilitando que sectores más fuertes económicamente impongan las reglas de juego, amenazando derechos y libertades fundamentales. Tal es así que prevalece un modelo económico basado en el latifundio y el monocultivo, con sus terribles consecuencias: degradación del suelo, amenaza a la salud de la población y despojos. Los sectores multinacionales imponen su modelo de producción agrícola en detrimento de la agricultura tradicional y expulsa de sus tierras a los campesinos e indígenas. En definitiva, imposibilita el acceso a la tierra y la oportunidad de una subsistencia digna.

Como alternativa al gran modelo hegemónico se van organizando diferentes estrategias de supervivencia, que resultan más sustentables y tejen lazos al interior de las comunidades. Entre ellas se encuentran la economía social y solidaria, el comercio justo, la agroecología; modalidades de producción y relación con el mercado que han permitido el desarrollo equilibrado de las actividades productivas, preservando la tierra para las generaciones futuras. Si bien son prácticas ancestrales en la cultura indígena y campesina, paradójicamente hoy pueden ser vistos como verdaderos proyectos que posibilitan un cambio social.

En síntesis, sabemos que la desigualdad en el acceso a la tierra es una de las causas de la extrema pobreza que sufren amplios sectores sociales y que la población indígena y campesina se encuentra entre las más marginadas. A esto se le suma la expansión de la actividades extractivas que los perjudican de manera directa y provoca conflictos territoriales donde terminan siendo criminalizados por defender sus derechos.

Para revertir esta situación, resulta necesario exigir a los gobiernos que frene el avance de actividades extractivas y abandone el modelo de organización territorial que solo se acomoda a las exigencias de las empresas transnacionales, para poder diagramar políticas públicas que posibiliten una distribución de la tierra más justa y equitativa. Si los Estados son cómplices de sostener un modelo que genera pobreza, entonces será la fuerza de las pequeñas resistencias colectivas las que produzcan el cambio.

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